LA MAGIA ESTÁ EN EL MAGO

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Quedé a tomar un café con Jorge, uno de mis mejores amigos de la universidad. Hace años que no nos veíamos y había mucho que platicar; sobre todo porque ahora Jorge es considerado uno de los mejores, si no es que el mejor, escenógrafo de México.

Cuando mi padre supo con quién tomaría café, insistió en acompañarme. Yo me sentí preocupado, porque mi padre tiene la mala costumbre de externar sus opiniones sin más filtro que su propia convicción y suele incomodar a la gente. Pero como no encontré manera de negarme, no me quedó otra que llevarlo.

Ya en el café, la conversación fue agradable y fluida (porque mi padre guardó silencio la mayor parte del tiempo); Jorge platicó sobre sus trabajos más recientes, su experiencia en el extranjero y su incursión en la dirección de escena junto con el diseño de escenografía.

—Sin embargo —comentó Jorge—, hay algo que cada día me disgusta más. No he pretendido ser EL INNOVADOR, pero ha sucedido que mi trabajo sí ha cambiado muchas de las formas de concebir y diseñar y utilizar la escenografía. Y lo que me disgusta es que, a cada vez que hago una nueva propuesta escenográfica, al poco tiempo uno o dos “escenógrafos” hacen LO MISMO sin al menos tener la decencia de reconocer el crédito a mi trabajo y, además, usando recursos que yo ideé en situaciones que me parecen inadecuadas y desafortunadas para un montaje. Como en México el trabajo escenográfico no puede registrarse, pues más de uno han abusado copiándolo.

Entonces abrió la boca mi padre. Yo contuve la respiración esperando qué iba a decir. Y, como si hablara para sí mismo, inició su relato.

“Hace mucho tiempo, en un pequeño poblado de la India, vivía un anciano monje que, compadecido por la miseria en que vivían la mayoría de los habitantes de la aldea un día convocó a los habitantes y les dijo:

—Mañana, justo antes de que salga el sol, deben venir con algún cuenco con agua y esperar a que yo la bendiga.

Al día siguiente, unos cuantos de los pobladores llegaron con jarritos, cuencos o cazuelitas en que llevaban agua y se formaron frente a la entrada de la choza en que el monje vivía.

Justo en el momento en que el sol salía, el monje se paró frente a la fila. Llevaba en su mano derecha una pequeña cucharita de plata. Cerró sus ojos, respiró profundo, murmuró unas palabras y metió la cucharita en el cuenco con agua del que estaba formado hasta delante.

En cuanto sacó la cucharita del agua, ésta se transformó en oro. Y así fue sucediendo con todos los que se habían formado: en cuanto el monje sacaba la cucharita de plata, el agua se transformaba en oro.

Al día siguiente la fila era mayor. Y conforme pasaba el tiempo la fila iba creciendo.

Cierta noche, Akesh, el hijo del que había sido durante mucho tiempo el hombre más rico de la región, ideaba en cómo podía aprovechar para su beneficio lo que estaba haciendo el anciano monje. Sabía que no podía aparecer con un bote de agua muy grande porque despertaría la desaprobación de los pobladores por ambicioso y, además, eso sería poco beneficio. Así que, al día siguiente, empezó a comprar tambos y los contenedores más grandes que encontró hasta que llegó el momento en que el amplio patio interior de su casa estuvo casi repleto.  Cuando consideró que se acercaba el momento, los llenó con agua.

Esa noche, ya muy tarde, Akesh se escurrió al interior de la choza del monje; fácilmente vio dónde estaba la cucharita de plata pues las pertenencias del monje eran poquísimas. La tomó en sus manos y corrió apretando su tesoro contra el pecho.

Al día siguiente, el murmullo de los que estaban formados en la fila fue creciendo poco a poco conforme se acercaba el momento de que el sol saliera. Dentro de la choza, el monje terminó de asearse y fue a donde guardaba la cucharita de plata. Al no encontrarla en su lugar se extrañó y pensó que tal vez pudiera haberla dejado en otro lugar por descuido. Pero el lugar era tan pequeño y austero que no había mucho dónde buscar.

Como el momento de que el sol saliera se acercaba, el monje sintió algo de aprehensión. Así que, justo antes de que el sol asomara, tomó la cuchara de madera con que preparaba sus alimentos y salió a pararse ante a la fila que estaba al frente de su choza. Cerró los ojos, respiró profundamente y murmuró unas palabras. Metió la cuchara de madera en el cuenco con agua del primero formado en la fila y, en cuanto sacó la cuchara del agua, ésta se transformó en oro. Y así con todos los que estaban formados.

En otro lugar, Akesh esperó justo a que el sol apareciera para completar el ritual de magia que había visto hacer tantas veces al monje. Parado frente a un gran tambo de agua, cerró los ojos, respiró profundamente, murmuró unas palabras y metió la cucharita de plata en el agua. Cuando sacó la cucharita, el agua siguió siendo agua. Y así repitió la acción con todas las cubetas y tambos: En todos metió la cucharita de plata, pero el agua siguió siendo agua.”

—Querido Jorge —agregó mi padre—, hay algo que tus copiones ignoran: la magia está en el mago, no en la cuchara.

Jorge soltó una carcajada. Después vio a mi padre con una mirada de tanta admiración y cariño que hasta parecía que el hijo era él y no yo.

José Avisay Méndez Vázquez

Director de la Compañía de Teatro del Colegio Argos