LA VISITA
(Cuento inspirado en una narración que hace muchos años me contó mi padre y que años después leí en la versión de Malba Tahan)
Hasta el cielo llegó la fama de un monasterio de clausura famoso por la devoción que todos sus monjes profesaban a la Virgen María y al Niño Jesús, así que la Madre de Dios decidió hacerles una visita. El segundo viernes de Adviento, El Ángel de Luz se presentó ante el Prior del convento y le comunicó que la Virgen, acompañada del Niño, con motivo de la Navidad visitarían el monasterio el día 25 de diciembre al medio día.
En cuanto el Padre Prior les comunicó la noticia, cada uno de los monjes se ocupó de preparar un regalo haciendo gala de las habilidades en que más sobresalían: el hermano Aldemiro, el Teólogo más destacado del convento, inicio la escritura de un sermón; Fray Adelmo, el más diestro en la creación de mosaicos, bocetó uno en el que La Sagrada Familia serían la imagen central; Fray Crisóstomo, un destacado poeta y orador, comenzó la composición de una serie de décimas en honor de los ilustres visitantes. Y así cada uno de los moradores del convento.
Cutberto también se preocupó de qué daría como regalo a la Virgen y al Niño. Él no era fraile, era sólo un hermano lego al que habían aceptado desde niño pues su insistencia por entrar a la hermandad fue siempre firme. Ahora que ya casi cumplía los 20 años, era un muchachote de casi 1.90 de estatura, fuerte como un leñador; sin embargo, su corazón y su mente seguían siendo los de un niño de seis años. Como desde temprana edad quedó claro que no podría destacar en los profundos vericuetos de la Filosofía y la Teología, y que le confundían los entresijos de la Liturgia, cada vez lo fueron relegando más a cumplir con los trabajos de limpieza del convento; pero su cuidado y amor por las plantas hizo que a estas alturas fuera el encargado oficial y guardián de todo cuanto ocurría en el huerto monacal.
Cutberto corrió hasta donde estaban plantados sus rosales. Llevaba cinco años esperando que algún día florecieran; pero esta temporada, igual que las anteriores, de las largas ramas sólo colgaban unos botones que nunca florecían.
El Padre Prior ya le había dicho que las rosas no eran flores que se dieran por esas tierras y que, además, esas plantas estaban resultando demasiado raras porque las varas eran muy largas y tenían pocas espinas. Tal vez —le comentó— las “flores” propias de ese “rosal”, por llamarlo de alguna manera, eran los botones grandes y cerrados que cada temporada coronaban las varas. También había dicho que sólo un milagro haría que se lograran las flores que Cutberto anhelaba.
Cutberto contempló los botones de su planta; eran muchos años invertidos en su cuidado. Tal vez había esperado más de lo que la planta podía dar porque sólo era un arbusto raro e inclasificable como lo había definido el hermano herbolario del convento. Suspiró profundamente y una ligera brisa de tristeza le invadió el corazón. ¡Cuánta alegría le habría dado regalar esas flores a la Virgen! El problema es que no había tales flores.
Justo en ese momento el cielo pareció teñirse de rojo, el Ángel de las Sombras se apareció ante él, el aire se volvió frío haciéndolo estremecerse y resonó la voz oscura del Ángel.
—Es una lástima que ese matorral nunca vaya a dar flores; es una lástima que no existan los milagros… Y es una lástima que sea yo quien tenga que traerte la noticia hasta este monasterio alejado del mundo: El Ángel de la Muerte ha visitado el pueblo en que viven tus padres; tus padres han caído enfermos de una rara enfermedad; tus padres están al borde de la muerte. ¿Cómo entender que, si Dios es bueno, en sus planes haya tanto mal y sufrimiento?
Cutberto lo miró directamente a los ojos, cosa que jamás ningún humano se había atrevido a hacer, y supo que el Ángel hablaba con mala intención, pero también tuvo la certeza de que hablaba con la verdad.
—¿Quién soy yo para entender los planes del Señor? Yo lo único que sé es que todo cuanto sucede es por Su voluntad… y tarde o temprano es todo para bien.
El Ángel de las Sombras contempló con curiosidad a Cutberto; no cabía duda de que era de mente estrecha y de muy pocas luces, pero sus palabras tenían más sabiduría que muchas respuestas de teólogos famosos. ¿Sería que el joven había encontrado algo divino en las largas horas de oración que con tanta fe invertía hasta altas horas de la noche?
Cuando el Ángel desapareció, Cutberto corrió a la Capilla, cerró los ojos y con profunda devoción encomendó a sus padres a la voluntad de Dios.
*****
La fecha de la visita se acercaba; como el matorral parecía que no iba a dar las flores que Cutberto pretendía dar como ofrenda a la Virgen, una ansiedad creciente se fue apoderando de él al ver cómo todos los demás hermanos avanzaban en la preparación de sus regalos.
Llegó el día 23 y ni rastros de las flores. Algunos de los hermanos ya estaban dando los últimos detalles a sus trabajo y Cutberto no tenía nada que ofrecer. Así que decidió lo primero que se le vino a la cabeza: si no podía hacer una obra de arte, haría un número de circo. Con unos trapos viejo hizo tres pelotas y en uno de los claros del huerto se puso a practicar.
La noche lo sorprendió practicando sus malabares y, conforme la luna avanzaba en su camino, una niebla espesa empezó a cubrir el huerto.
—Cutberto…
Sabía quién lo llamaba: era el Ángel de las Sombras. El frío recorrió su espalda como si la raspara con un clavo y las manos le temblaron mientras apretaba las pelotas de trapo entre ellas.
—Y pensar que la vida es un valle de lágrimas… Y pensar que ese Dios todopoderoso es bueno, pero no lo podemos comprender porque sigue su incomprensible Plan… o sus caprichos. Ve tú a saber.
Y se acercó a su oído y le murmuró en secreto.
—Te hago saber que el Ángel de la Muerte se acercó a tu casa: tu madre ha muerto y tu padre está gravemente enfermo.
Un fuerte dolor golpeó el pecho de Cutberto y sintió como si una mano poderosa le atenazara el corazón. Las lágrimas estuvieron a punto de brotar por sus ojos, pero se agolparon en su garganta y se volvieron amargas como la hiel.
Cuando sintió que estaba nuevamente solo, miró al cielo y rogó a Dios por la salud de su padre, y suplicó con toda la fuerza de su corazón que fuera misericordioso con su madre y le concediera la gloria de contemplarle en el cielo.
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Cutberto era generalmente torpe, pero ese 24 de diciembre se lució de lo lindo: rompió accidentalmente una escoba (el problema fue que la rompió en la cabeza de un fraile al que mandó directamente a la enfermería), desatornilló las bisagras de la puerta del refectorio al intentar abrirla por la fuerza, perdió una cubeta y casi tira a uno de los hermanos más ancianos al andar persiguiendo una gallina. Así que cuando inició el ensayo de su número de malabares, los frailes que lo vieron se encomendaron a Dios de todo corazón deseando que el numerito no fuera a terminar en tragedia.
Cuando en la cena de Noche Buena, mientras todos departían alegremente, Cutberto se quedó mirando el plato con las lágrimas agolpadas en sus ojos pero sin poder llorar, el Padre Prior lo observó de reojo profundamente preocupado, preguntándose si de alguna forma el muchacho se había enterado de lo que pasaba en su familia.
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El día 25 de diciembre amaneció frío, pero soleado; desde temprana hora habían concluido los preparativos y esperaban a que fuera el medio día para que la Virgen y el Niño hicieran acto de presencia. Justo a la hora acordada, los nobles visitantes entraron a la capilla y la Virgen se sentó con el Niño en sus brazos en el sillón que habían situado frente al altar. Acto seguido, cada uno de los frailes fue presentando ante la Virgen y el Niño los regalos que habían preparado.
Todo transcurría en un respetuoso silencio. La Virgen agradecía con una ligera inclinación de cabeza cada una de las ofrendas de los monjes. A cada intervención el ambiente fue perdiendo algo de la tensión inicial… pero el Padre Prior se angustiaba más porque eso significaba que se aproximaba la intervención del hermano lego, que por tener el menor rango del convento habría de participar al final.
Cutberto tenía el corazón hundido en la oscuridad del dolor y el sufrimiento; pero, cuando fue el momento de presentarse ante la Virgen y el Niño, hizo acopio de voluntad y, con tal de ofrecer lo mejor de sí mismo a los huéspedes, se concentró en todos y cada uno de sus malabares.
Justo a la mitad de su intervención, fue el Niño quien rompió el silencio con sus risas y sus aplausos colmados de entusiasmo. Y fue así como, cuando terminó el número de los malabares, todos los presentes reían a mandíbula batiente y aplaudían con entusiasmo.
Entonces sucedió algo inaudito: El Niño estiró los brazos hacia Cutberto para que lo abrazara. Cohibido, tomó al Niño entre sus enormes manos. Ahí, el Niño se veía más pequeño y frágil que junto a su Madre.
La Virgen le dijo:
—Tu padre estará bien en tres días; tu madre se encuentra en compañía nuestra y goza de santa paz.
Cutberto la miró sorprendido; el Padre Prior quedó estupefacto ante esas palabras que le aclaraban el tormento por el que había pasado el joven lego y, para no delatar su sorpresa, se llevó las manos a la boca. Todos los demás hermanos no atinaban a cómo debería interpretarse el mensaje que habían escuchado.
Entonces el Niño Jesús acercó su manita al pecho de Cutberto y fue como si le hubiera tocado el corazón. Todas las lágrimas que se hallaban agolpadas en la garganta del lego salieron a borbotones; eran de esas lágrimas que lavan hasta el alma y curan absolutamente de todo dolor.
Todavía con algunas lágrimas rodando por su rostro, regresó al Niño a los brazos de su Madre.
—¿Habrá algo que quieras enviar a tu madre? —inquirió la Virgen.
Cutberto abrió grandes los ojos, salió volando hacia el huerto, cortó tres de las ramas con botones y regresó nuevamente a la capilla.
—Haría falta un milagro para que florezcan —dijo Cutberto—, pero son lo mejor que he podido hacer hasta el momento. Es una para Usted, una para el Niño Jesús, y la más pequeña es para mi madre.
En el silencio que prosiguió a sus palabras, los presentes fueron tomando conciencia de lo que estaba sucediendo cuando un profundo olor a rosas invadió la capilla: ante la mirada sorprendida de todos los presentes los botones de las ramas florecían en tres hermosas rosas blancas, grandes, deslumbrantes y perfumadas.
Y de forma tan milagrosa como aparecieron las rosas, de igual manera los ilustres visitantes se desvanecieron en una nube de finos polvos de oro.
En el suelo quedaron dos pétalos, a los que todos los monjes seguían mirando con atención aunque ya habían pasado varios minutos del suceso. Y se miraban unos a otros en silencio, tal vez para convencerse de que todos los milagros que habían presenciado eran realidad.
José Avisay Méndez Vázquez
Director de la Compañía de Teatro del Colegio Argos